miércoles, 15 de junio de 2016

Cerrando el círculo...

Palmira estaba convencida en aceptar el trabajo que le habían ofrecido en la ciudad. Ahora eran tres y no podían seguir sobreviviendo con lo poco que ganaba Braulio con la carpintería, un negocio venido a menos los últimos tiempos. "Sabes que esto no nos va a dar un futuro, debemos buscar nuevos objetivos de trabajo y habría que escolarizar a Niséforo el próximo mes de septiembre, la ciudad no queda precisamente cerca para ir todos los días". El hombre bajo la cabeza, pues ni aún pudiendo hablar era factible hacer cambiar de parecer a su terca esposa. De nada hubiera servido expresar que el resto de niños hacían ese mismo trayecto todos los días y no pasaba nada. Había llegado el momento de irse. 

Telémaco andaba triste aquella tarde, pues algo barruntaba. Sus amiguitos así lo entendieron, y le preguntaron si le ocurría algo. "Nada, pero pronto marcharemos de aquí". Clarita no pudo contener las lágrimas, era inexplicable el cariño que le había cogido a aquel niño que conocía de apenas unos meses. Así que quiso esconderse en el refugio del leñador para ahogar la tristeza que sentía, cuando Braulio la vio y quiso apaciguar su llanto, acariciándole sus dos trencitas. "Por favor, dime que os quedáis aquí, que no os váis". El hombre no quiso engañarla y negó con la cabeza. Los demás niños aparecían por el sendero que llevaba a su casa, y junto a ellos su hijo. "Bueno, al menos ¿es posible un último juego?". Tras un brevísimo silencio, el hombre asintió y les hizo ademán de que esperaran. Oyeron unos cuantos golpes de martillo dentro del taller y al poco salió el hombre con dos objetos y algunas bolsas. Eran dos rectángulos de madera con un clavo en el medio y dos bolsitas que contenían doce clavos iguales al de la pieza. Héctor cogió la nota: "Este será el último juego, un juego especial. En grupos de dos, debéis conseguir colocar los doce clavos encima del que se encuentra clavado con la única condición que ninguno de ellos toque la superficie. Ganará aquel equipo que lo logre antes". En efecto, era un juego bastante exigente dada su corta edad y su falta de pericia en trucos de ingeniería, pero el objetivo era que estuvieran juntos por última vez y disfrutaran con aquello que más les gustaba. Encomiable la perseverancia y el entusiasmo de unos niños ante una tarea que difícilmente tenían posibilidades de lograr. No obstante, era un aprendizaje al que seguro podrían sacarle provecho en un futuro, cuando ya sus vidas fueran por separado y los mejores momentos vividos de niño fueran un vago recuerdo ante las innumerables experiencias que vivirían más tarde. Lo verdaderamente importante, es que estuvieron unidos en algo y eso lo llevarían para siempre. 




Braulio quiso tener un pequeño detalle con los niños, a los que quería como si realmente fuesen suyos, y cuando salió nuevamente del taller, lo hizo con dieciocho réplicas, una para cada uno, de la pieza con los clavos sobre ella, cómo debían haber quedado en caso de conseguir el reto. Un objeto con un escaso valor material, pues apenas eran los restantes de algunos muebles que construía el hombre, pero de un elevado valor sentimental para todos ellos. 



Braulio, Palmira y Telémaco hicieron las maletas para salir a la mañana siguiente después del desayuno. Lo que él no sabía, es que la ambición de la mujer iba mucho más allá, y tras su pretensión de ir a la ciudad se escondía algo más... Y es que quizás no quería seguir compartiendo su vida con una persona con la que ya no lograba comunicarse. Así que, aquella mañana, mientras Braulio se encontraba en la bodega de Tomás despidiéndose de los suyos, su mujer cogió al niño y emprendió un viaje. 

Cómo no quería que nadie de la aldea la identificara, evitó coger el transporte público que pasaba tres veces al día, así como los lugares que frecuentaban los demás vecinos y decidió atravesar el bosque ataviada con un turbante en la cabeza y el niño de su mano. "Es importante que no le digas a nadie que nos vamos, ¿de acuerdo?", le había dicho justo antes de partir. "Es una sorpresa, ya verás que te gustará". Apenas unas bolsas con cuatro utensilios personales fueron necesarias para emprender la marcha. 

Caminó durante un largo rato por aquella mañana de primavera que estaba a punto de dar paso al verano; los árboles repletos de flores, rebosantes de luminosidad y de aves tarareando descompasadas melodías. A pesar de lo bucólico de la escena y el aparente sosiego que ofrecía, la mujer se sentía nerviosa y un tanto atacada por si alguien podía haberla seguido y descubierto que marchaba (mejor dicho, que huía). Conforme avanzaba el camino se dio cuenta de que no lo conocía el sendero lo suficiente como para saber con certeza que iba en la buena dirección hacia la ciudad. Ella y el niño estaban bastante cansados, así que pararon por unos instantes en una fuente que había junto a un manantial para beber agua y refrescarse, pues el calor empezaba a azuzar a base de bien. Se relajaron unos instantes allí cuando Niséforo-Telémaco decidió ir a dar una vuelta hasta que su madre empezó a perderle la vista. "¿Niséforo? Niséforo, ¿dónde estás? Ven, que debemos seguir el viaje", decía al tiempo que se adentraba en el bosque. Fue entonces cuando vio como el niño se adentraba en una gruta. "¡Niséforo!", gritó. "No entres, espérame". La mujer lo siguió y se adentró en la caverna. Cuando se encontró con el niño lo reprendió su comportamiento aludiendo a que debía tener mucho cuidado porque podía hacerse daño y caer, pues allí no había ningún tipo de visibilidad y desconocía por completo el terreno. De repente, un estruendo los paralizó;

"Te estaba esperando, mujer. Mira a tu alrededor y disfruta con lo que vas a contemplar, pero no te olvides de lo principal. Antes de nada, debes recordar que; después de que salgas, la entrada se cerrara para siempre. Por lo tanto, aprovecha la oportunidad, pero no te olvides de lo principal...". 

La mujer obedeció aquella voz y se adentró en la gruta, encontrando allí muchas riquezas. Fascinada por el oro y por las joyas, dejó al niño sentado sobre una roca y empezó a juntar, ansiosamente, todo lo que podía. Para ello no dudó en vaciar las bolsas que llevaba para el viaje y llenarla de todo tesoro cuanto iba reuniendo. La misteriosa voz habló nuevamente; "Tienes solo cuatro minutos". 

Agotados el tiempo establecido, la mujer cargada de oro y piedras preciosas, corrió hacia el exterior de la gruta, feliz por poseer finalmente aquello que tanto deseaba y la entrada se cerró... Recordó entonces que el niño quedó adentro y la abertura estaba cerrada para siempre. 

La riqueza duró poco y la desesperación... para el resto de su vida. 




Autor: Sergio Perpiñan Arjona

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