lunes, 13 de junio de 2016

Enseñando al niño...

Los días iban pasando y Braulio trataba de comprender el mensaje que había recibido del oráculo, como denominaba a aquella voz que le habló. ¿Qué era lo que debía hacer con aquel pequeño que había ido a parar a ellos de manera sorprendente? Palmira había buscado un nombre para él "se llamará Niséforo, como mi abuelo". Braulio arrugaba el morro, Niséforo no era el nombre que le gustaba para un vástago suyo, pero cualquiera le llevaba la contraria a su señora esposa. No importaba, él ya tenía un nombre para él, y guardaba el secreto de como había llegado a parar a sus vidas. Además, nadie le preguntaría nada, pues no era capaz de hablar... 

Braulio reflexionaba sobre como aleccionar al niño y la dificultad que entrañaba el hacerlo debido a no poder hablar. Aquella mañana, había puesto al niño sentado en la alfombra delante del fuego a tierra del salón, mientras él permanecía sentado frente a él en un sillón. El pequño jugueteaba con unas piezas de lego, las iba colocando una encima de otra, pero acto seguido desmontaba la estructura al no gustarle la forma que tomaba. En ese momento, Braulio se puso a su lado y construyó una torre de quatro pisos con las piezas. El niño sonrió, y a continuación él hizo lo propio. Cuando terminó la derribó y miró a su padre, como indicándole que le dijera que debía construir entonces. Era fascinante la complicidad existente entre ambos, pues sin necesidad de hablar se comunicaban a la perfección. El hombre montó esta vez una estructura de cuatro plantas y dos alas entre la segunda y la tercera; el niño le secundó seguidamente. Comprendió entonces que, de la forma más simple posible, había encontrado una manera de transmitir a su retoño los conocimientos de una forma que por boca le era imposible; a través del juego y de la construcción holística. Espero unos instantes para ver hasta que nivel era capaz de llegar sin nuevas indicaciones. Niséforo hizo una torre de cinco plantas, después de seis, luego de seis con dos alas entre la cuarta y la quinta. Lo importante, no era la altura que tomara la torre, sino que fuese una altura realista para el pequeño (pues tratar de que formase una torre de doce plantas se antojaba casi imposible a esas alturas). Eso sí, el ideal debía de ser progresivo, cada vez un poquito más elevado y adecuado a la experiencia montando que iba adquiriendo el niño. Le iba felicitando cada vez que creaba una torre sin que se le cayera ninguna pieza, y cada vez estaba más animado. El juego alcanzaba cotas cada vez mayores, y Braulio añadió una pequeña venda a los ojos del niño para comprobar de qué forma había interiorizado el aprendizaje. Torpe al principio, poco a poco iba progresando en su desempeño, y aunque las primeras veces no conseguía atinar con la pieza y su cabidad con la que le precedía, poco a poco éstas encajaban a la perfección. Estuvo largo rato a su lado, hasta que le destapó por un instante los ojos  para que viera un gesto que le hacía de que tardaría diez minutos, pues debía ir un momento a ver si había llovido para retirar la leña de afuera. Cuando regresó, no cabía en sí de sorpresa; el niño se encontraba frente a una torre de ¡doce plantas! con alas en dos de sus plantas, perfectamente enderezada y sin atisbo de que pudiera caerse. Y todo sin ayuda. Cuando oyó los pasos del padre, se quitó la benda y se dirigió a él, lleno de ilusión para decirle: "papá, papá, mira lo que he hecho, una torre inmensa. Cómo me dijiste que querías diez, hice los diez pisos, pero luego añadí un poco más para que me quedara una torre aún más grande, ¿no te parece increíble?". En efecto, así era. A Braulio se le humedecían los ojos; su pequeño le estaba hablando como si se tratase de todo un señor, había entendido que quería diez plantas cuando realmente había querido decirle que tardaría diez minutos, y aún y así superó esa marca por dos plantas. Qué tenacidad y fortaleza había demostrado ese pequeño ser, el efecto Pigmalión o Galatea, que habla de como la creencia de una persona en otra puede influir en su rendimiento, se había manifestado en esa situación. Esto había sido gracias a su honestidad y a la empatía que le había manifestado, mostrándolo toda su confianza en el desempeño de la torre. Fue entonces cuando le vino a la cabeza el ejemplo de disciplina de alguien que reúne muchos de los valores deseados en cualquier ser humano; el tenista mallorquín Rafael Nadal, alguien muy especial. Cuenta la historia que, ya de muy pequeñito, su tío le ponía a ver a partidos cuyo deportista de referencia estaba a punto de perder ante su rival. Entonces, le decía que, con todas sus fuerzas, creyera firmemente que podía cambiar esa situación y revertir el marcador a favor de dicho jugador. Y así terminaba siendo, y años más tarde sería el propio Rafa quien llevaba a su terreno los marcadores más adversos que pudieran verse en un partido y salir fortalecido cuando muchos lo daban por acabado. No era más que una técnica de su tío y mentor, pero que fomentaría su espíritu competitivo, luchador y de pundonor. 


Rafael Nadal, un espejo en el cual Braulio quisiera que se mirara su hijo Telémaco

Telémaco era el nombre que había elegido para el pequeño. Como el hijo de Ulises (personaje de "La Odisea") que, al marchar a la Guerra de Troya, quedó a cargo de Mentor para que éste le llevara por el buen camino y fuese un hombre de provecho. Pensó que tal vez eso era lo que pretendía el Oráculo, pues de alguna manera ese niño no le pertenecía y estaba dispuesto a llevarlo a cabo. Ya había puesto la primera piedra, y a partir de ahí todo sería seguir la senda iniciada. 

"Es una pena que esa enfermedad te haya quitado el habla, buen vecino", espetó el boticario cuando Braulio se dirigió a comprar unas cosas enviado por Palmira. Esa era la leyenda que circulaba por el pueblo; una fiebre muy alta provocada por un virus desconocido, había acabado con su habla. En cuanto a Telémaco, era el hijo de una hermana de Palmira que, moribunda en el lecho de muerte, le confió lo que más quería para que le cuidara y le diera un hogar que de ninguna manera iba a tener con el borracho y mujeriego de su marido. "Veo que el niño está muy solo, vecino. Lo mismo puede hacer buenas migas con mi chiquilla". Tras el mostrador asomaba una niña pecosa, con dos trencitas y muy risueña. "Clarita, ven a saludar al hijo del vecino". Los dos niños se acercaron y en apenas unos segundos ya estaban correteando por las callejuelas. "¿Ve qué fácil lo hacen todo los niños? Nosotros somos mucho más complicados y le damos dos vueltas a todo, ¿no le parece?" Le dijo cómplice, al tiempo que le daba su pedido y lo despedía. 

La nueva amiga del pequeño traería a nuevos amigos, y así, en un santiamén, el pórtico de la casa de Braulio 'el leñador' se llenaba de críos día sí, día también. Jugaban al pilla-pilla, al un dos tres, cara a la pared, al pañuelo y a otros juegos inverosímiles (o que el hombre no había escuchado en su vida) que se inventaban. Pero aquella tarde, había decidido darles una pequeña sorpresa; con motivo del primer mes que cumplía Telémaco-Niséforo con ellos, Braulio había dejado por un momento su tarea en la carpintería (donde daba forma a la leña que sacaba de sus recursos así como la que le buenamente le cedían sus vecinos) para empeñarse con otra que hiciera disfrutar a los pequeños. Había nevado y ¿qué mejor vehículo para deslizarse esa época del año? Puso un par de macetas en el suelo y sacó lo que había hecho para ellos; eran dos trineos-esquís con dos cuerdas cada uno de ellos. Eran ocho niños, así que los dividió en dos grupos y los colocó a lado y lado de cada trineo, respectivamente. Expectantes, vieron como el hombre sujetaba las dos cuerdas y deslizaba los esquís, primero uno, luego otro. Lo hacía lentamente, porque no era tarea sencilla entre tantos. Impacientes por probar, los pequeños se mostraban nerviosos y con saltos y algarabías no veían la hora de jugar. Ala primera el que iba delante se trastabilló, haciendo caer al resto y ante las risas de los demás. Poco después, eran éstos los que no lograban coordinarse y era el último quien hacía ceder al resto. El caso es que ambas macetas continuaban a apenas unos metros (pero que con la dificultad del juego parecían kilómetros...) y los grupos aún lejos de llegar."Un momento", dijo Jimmy, que lideraba uno de los grupos. "No podemos ir cada uno como queramos ¿no véis que nos caemos? Pero es que no tengo ni idea de la mejor forma, ¿qué pensáis?". El otro grupo le escuchaba atento, y Cipriano, que era el que se había colocado en primer lugar antes de que los demás eligieran sitio, decía; "ni caso a estos, que no saben nada, vosotros hacerme caso a mi que sé como podemos llegar hasta la maceta". Clarita permanecía callada en uno de los grupos; no le parecía bien que alguien exigiera a los demás como conseguir caminar hasta la maceta sin contar con su opinión, pero, desde el final del grupo, daba instrucciones a sus compañeros sobre como conseguirlo "Vamos bien, pero recordad que hay que llegar a la maceta, si no, no conseguiremos nada". Poco a poco, el grupo de Jimmy lograba la frecuencia necesaria hasta rodear la maceta y regresar al lugar que partían, mientras el otro equipo apenas se había movido. Braulio los miraba desde el visillo de la ventana y sonreía; lo había vuelto a conseguir, había vuelto a mostrar una lección necesaria a su pequeño. En esta divertida actividad habían presenciado la evolución del liderazgo; desde un 'ordeno y mando' llevado a cabo por Cipriano (típico del siglo XIX), hasta uno más transcendental que busca servir a los demás encarnado en la persona de Jimmy (frecuente del siglo XX) pasando por un liderazgo transformacional enfocado al objetivo (dar la vuelta a la maceta y volver los primeros) del que hacía gala Clarita (siglo XXI). Al mismo tiempo, uno de los dos grupos, sin otra indicación del leñador, había solucionado el problema que se les planteaba eligiendo entre las múltiples opciones disponibles, mientras que los otros decían el problema pero no la solución y, cuando se ofuscaban en exceso, ni decían el problema ni decían la solución, ya que no se sentían capaces de ello. 





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